Jesús: un relato de la crucifixión
Caifás quiere detener a Jesús
Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del Sumo Sacerdote, llamado Caifás, preocupados e indignados por el ascenso de la popularidad de Jesús. Si continuaba alborotando al pueblo, éste podría alzarse contra ellos, y los romanos no moverían un dedo para salvarles. Al contrario, les podría venir bien un conflicto del pueblo contra sus propios sacerdotes para dominar mejor la región. Se hacía urgente encontrar la manera de apresar a Jesús y silenciarle.
Nicodemo, que, aunque fariseo, había tenido ocasión de escuchar a Jesús y de conversar con él, quiso intervenir a su favor, pues en su interior creía en él y le tenía por un verdadero profeta, pero tampoco se atrevió a enfrentarse abiertamente con los demás, y no insistió cuando sus argumentos fueron rechazados. Pero en cuanto tuvo ocasión, se reunió con José de Arimatea, tío-abuelo de Jesús, que era miembro del Sanedrín y encargado de las explotaciones de plomo y estaño, con lo que tenía cierto poder e influencia, también con los romanos, y le puso sobre aviso del peligro que se cernía sobre Jesús.
José de Arimatea se puso en contacto con los esenios de Jerusalén para que escondieran a Jesús, protegiéndole de las intenciones de los sacerdotes.
Días previos a la entrada en Jerusalén
Así, Jesús accedió a ir con sus discípulos hacia el desierto, a la ciudad de Efraín, durante unos días, esperando que los ánimos en Jerusalén se calmasen. Los sumos sacerdotes y los fariseos dieron orden de que en cuanto alguien tuviese noticias del paradero de Jesús, lo comunicase inmediatamente a las autoridades para poder prenderlo. Aunque se hubiese marchado, seguían molestos, pues eran muchos los que subían a Jerusalén esos días para celebrar la Pascua, y todos preguntaban por Jesús con la esperanza de poder estar en su presencia y escuchar sus palabras.
Fue entonces Jesús a Betania, a visitar a Lázaro y sus hermanas, Marta y María. Lázaro le estaba muy agradecido y le llamaba “padre”, pues fue gracias a Jesús que Lázaro había vuelto a la vida, abandonando un pasado de pecado e inconsciencia, dado a los excesos, para abrazar un nuevo camino de respeto hacia sí mismo y hacia los demás, de consciencia, oración y bondad. Solía decir refiriéndose a Jesús:
- Este es el hombre que me devolvió la vida. Su palabra me salvó, y siempre le estaré reconocido.
De hecho, su posición social le permitía ofrecer a Jesús cierta seguridad, y en su casa era siempre bien recibido. Pero Jesús no quería esconderse, y al saber que la gente esperaba verle en Jerusalén, decidió volver allí para la Pascua.
Jerusalén
Al llegar fueron a la casa de uno de sus seguidores, donde le prepararon la tradicional cena del cordero. Estando allí reunido con sus discípulos, les dijo:
- Los sacerdotes han ordenado que se les informe sobre mi paradero. No quiero que nadie sufra represalias por mi causa; uno de vosotros irá a decirles que estoy en Jerusalén y que no tengo porqué huir o esconderme, pues no soy ningún ladrón ni ninguna clase de delincuente, y mi consciencia está limpia y tranquila.
Los discípulos protestaron ante esta idea, pues temían a los sacerdotes, recordando lo que pasó con Juan, y preferían que Jesús no fuese visto, aconsejándole que abandonasen Jerusalén y que regresasen a Galilea.
Jesús se dirigió a Judas, uno de los pocos que en verdad le comprendían, diciéndole:
- Judas, tú irás y les dirás que podrán encontrarme orando o predicando en el Monte de los Olivos, y que a nadie tienen que castigar por no decirles mi paradero.
Última cena y el monte de los Olivos
Mientras cenaban, les enseñó diciendo:
- Comed y bebed del mensaje de mis palabras, que son el verdadero alimento para el alma, y compartid este alimento con vuestros hermanos. Que aunque el hombre pasa, la verdad seguirá viva mientras haya quien la quiera propagar.
Tras la celebración de la cena de Pascua, salieron hacia el Monte de los Olivos, todos a excepción de Judas, que siguiendo las indicaciones de Jesús, fue a revelar a los sacerdotes su paradero.
Una vez en el Monte, Felipe le preguntó:
- Señor, ¿cómo podemos comprender y conocer al Dios Padre?
Y les dijo:
- ¿Aún no habéis entendido, y no os hablo de otra cosa? No lo busquéis fuera de vosotros. Yo soy el Padre; Él está en mí, y de la misma manera, está en ti y en todos. Cuando comprendáis y reconozcáis en vuestro interior lo que os digo, podréis hacer lo mismo que yo. Tenéis la clave en los mandamientos que os he dado; guardadlos bien, y en el amor encontraréis esta verdad. Amad a Dios en todos los seres, y a todos los seres con el conocimiento de que es a Dios en ellos y a través de ellos a quien amáis, y así también a vosotros mismos… Incluso si sois aborrecidos, responded con amor.
Llegaron al huerto de Getsemaní, y allí indicó Jesús a sus discípulos que se sentasen mientras él iba a orar. Le acompañaron Pedro, Santiago y Juan, que no querían dejarle solo para así poder defenderle si era necesario, pero mientras él oraba, ellos se quedaron dormidos.
Jesús sabía que se acercaban momentos difíciles; incluso temía por su vida. Pero si había llegado hasta allí, era para seguir adelante con todas las consecuencias. Tenía muchos seguidores y no quería abandonarlos ahora; si él huía, perseguirían a sus discípulos y amigos para poder encontrarle, y sabía que no dudarían en torturar o maltratar para lograr sus objetivos.
Oraba diciendo:
- Que sea aquello que tenga que ser. Dejo mi pequeño yo a un lado y me entrego por completo a la Voluntad del Padre-Madre en mí. Hágase Tu Voluntad. Que sea lo mejor para todos.
Cuando el temor hacía presencia en sus pensamientos, Jesús se entregaba más aún a la Voluntad Divina.
Pensaba en María Magdalena y le reconfortaba sentirla en él, su compañera, la que más y mejor le entendía. Deseaba tenerla cerca en esos momentos, poder abrazarla, pues su energía le haría sentir más valor y le ayudaría a estar más dispuesto a afrontar lo que pudiese acontecer; pero al mismo tiempo, se alegraba de saber que se encontraba a salvo, pues en esos momentos la compañía de Jesús podía ser peligrosa, y el amor que les unía le bastaba para inundarle de fuerzas que le permitiesen continuar su camino.
Se levantó y vio a sus discípulos dormidos.
Jesús es apresado
En ese mismo momento apareció un numeroso grupo de personas, alumbrándose con antorchas, y armados con espadas y palos. Al frente, los sacerdotes, ancianos y escribas venían para prenderle, rodeados de sus hombres y de algunos soldados romanos. Judas, que venía con ellos, no se atrevió a señalar a su maestro, por lo que fue el propio Jesús quien se adelantó y preguntó:
- ¿A quién venís a buscar, tan armados y numerosos?
- A Jesús el Nazareno.
- Yo soy. Si me buscáis a mí, aquí me tenéis y dejad ir a los demás.
Los discípulos, que ya se habían levantado, quisieron protegerle; Pedro, más impulsivo, desenvainó su espada e hirió con ella a uno de los soldados en la oreja. Jesús intervino rápidamente para evitar que se produjese una matanza allí mismo, y dijo:
- ¡Guarda tu espada, Pedro! Pues todos los que empuñen espada, a espada perecerán. Dejad que me lleven y salvad vosotros vuestras vidas.
Y dirigiéndose a los que habían venido a por él, dijo:
- ¿Venís con palos y espadas para prenderme? ¿Es que pensáis que soy un peligroso delincuente? Me he estado sentando en el Templo muchos días para enseñar, y allí no os atrevisteis a detenerme. Preferís venir arropados por la oscuridad de la noche y a escondidas. ¿Tanto teméis la reacción de vuestro propio pueblo?
Entonces ataron a Jesús y lo llevaron, mientras los discípulos se dispersaban apesadumbrados.
Le condujeron primero a la casa de Anás, suegro de Caifás, que aún disfrutaba de gran poder por haber sido el anterior Sumo Sacerdote y que incluso presidía a menudo el Sanedrín. Allí Jesús fue interrogado y golpeado antes de ser mandado ante Caifás, el actual Sumo Sacerdote.
Pedro les seguía a poca distancia para saber dónde lo llevaban, y al ser visto por unos guardias, le preguntaron si no era él uno de los discípulos de Jesús, a lo que Pedro se apresuró a decir que no, que se confundían, negando varias veces ante sus preguntas que incluso conociese a Jesús, y cuando vio que ya amanecía y podía ser reconocido por más gente, decidió marcharse.
El Sanedrín al completo buscaba algún testimonio que culpase de algo a Jesús y así tener una buena razón para condenarle a muerte. Alguno afirmó que Jesús había dicho que él destruiría el Templo en tres días, y otro afirmó que Jesús se autoproclamaba el rey de los judíos para encabezar una revuelta, y aún otro más que le había oído decir que él era el hijo de Dios.
Caifás, levantándose, preguntó directamente a Jesús:
- Has oído los cargos que se presentan ante ti. ¿Qué tienes que decir ante ellos?
Y Jesús callaba, mirándole a los ojos.
- ¿Es cierto que dices ser hijo de Dios?
- Sí, lo soy…
- ¿Y que te proclamas el rey de todos los judíos?
- Eso eres tú quien lo dices…
Y de una bofetada interrumpieron sus palabras. No le dejaron decir nada más, clamando que qué necesidad había de más testigos tras oír las blasfemias que él mismo había dicho delante de todos, y le escupieron y golpearon.
Pero Caifás no tenía potestad para condenarlo a muerte, por lo que decidieron llevarle inmediatamente ante el procurador Pilatos.
Pilatos y la condena
Pilatos, al ser Jesús de Galilea y encontrarse esos días en Jerusalén el tetrarca de aquella región, Herodes Antipas, quiso pasarle a él la decisión de las medidas a tomar contra Jesús ante la presión que ejercían los sacerdotes. Pero Herodes simplemente se burló de Jesús y dejó en manos de Pilatos la toma de cualquier decisión, ya que se encontraban en Judea.
Así, Pilatos interrogó a Jesús, y no encontró en sus palabras ninguna razón para condenarle a muerte. Creyendo que así contentaría a los sacerdotes, le mandó azotar; los soldados se burlaban de él mientras le golpeaban, llamándole rey de los judíos, y le pusieron una corona de espinas sobre la cabeza.
Entonces, Pilatos salió donde esperaban los sacerdotes y les dijo:
- Aquí le tenéis. Ya ha sido castigado. No encuentro en este hombre ningún crimen que le haga merecedor de la muerte.
Los sacerdotes gritaban protestando, acusando a Jesús de sedición, de traición a la autoridad, de ser un peligroso agitador de las masas, que instigaba a una revuelta que podría poner en un aprieto al propio Pilatos ante sus superiores romanos, y le insistían en que fuese crucificado.
Por detrás de ellos iban apareciendo partidarios de Jesús, al saber que había sido apresado, y gritaban que liberasen al “hijo del Padre”, “Bar-Abba”, como era llamado Jesús por algunos.
Los sacerdotes querían que se tomase la decisión de crucificarle lo más pronto posible, antes de que se corriera la voz y acudiese la gente en masa, lo cual podría ser peligroso.
Jesús, aturdido y ensangrentado, no podía creer el odio y el temor que su persona había despertado entre los fariseos, ancianos y sacerdotes.
Pilatos no sabía qué hacer. Trató de razonar con los sacerdotes:
- Yo ya lo he castigado. ¿Qué más queréis que haga con él?
Y todos gritaron:
- ¡Que sea crucificado!
Querían que fuese crucificado, pues sólo los malditos eran ajusticiados de esa manera, y así mostrarían al pueblo que Jesús no era ningún profeta.
Entonces Pilatos, queriendo evitar más tumultos, entregó a Jesús a sus soldados para que lo crucificasen.
Mientras tanto, los discípulos habían ido en busca de José de Arimatea con la esperanza de que pudiera interceder por el maestro. Pero para cuando José llegó a ver a Pilatos, ya era demasiado tarde, y sólo tuvo tiempo de intervenir en la forma de la cruz que iban a utilizar, logrando que le pusieran un pequeño madero a la altura de las caderas sobre el que pudiese hacer descansar el peso de su cuerpo, esperando así ganar tiempo con el que poder seguir utilizando su influencia para salvar a Jesús.
La crucifixión
Llevaron a Jesús al Gólgota, y allí fue crucificado, desnudo, entre dos bandidos.
Su madero, a diferencia del de los otros dos, sobresalía del travesaño, y le clavaron por las muñecas y atravesando los dos pies con un solo clavo.
Sobre la cruz, mandó Pilatos poner una inscripción con el delito por el que era crucificado, “Rey de los judíos”, haciendo ver así que, por una parte, había atentado contra el poder de los sacerdotes y eran ellos quienes habían pedido su muerte, y por otra parte, demostrar al pueblo que nadie se podía proclamar rey o con ningún poder por encima del que pudiesen otorgar los romanos.
Los soldados se echaron a suertes quién se quedaba con la túnica que llevaba Jesús al ser apresado, pues era de gran calidad, de las que le preparaba su madre.
Jesús sentía un gran dolor físico; procuraba apoyar sus caderas en la madera que tenía dispuesta para tal fin, y así sentir menos la tirantez en sus muñecas.
La sangre le goteaba por la frente, entrándole en los ojos y nublándole la vista, por lo que le costaba distinguir quienes se encontraban allí.
Por delante de la cruz pasaron algunos sacerdotes, escribas y ancianos, satisfechos al ver su agonía, y decían:
- ¡Y este es el que se autoproclamaba Rey de Israel y el Hijo de Dios! ¡Que baje ahora de la cruz y sea salvado, si es cierto que tiene ese poder! ¡Miradlo bien! ¡Este es el castigo que espera a todos los que pretendan estar por encima de nuestra Ley! ¡La muerte!, como a los delincuentes que le acompañan.
Jesús apenas podía oír esas palabras. Su atención se estaba volviendo hacia dentro; el mundo exterior dejaba poco a poco de existir.
Entrando en sí mismo dejó atrás los pensamientos que habían estado martilleando su mente con sufrimiento, angustia y sensación de abandono.
Ahora se encontraba en un estado sin dolor, lleno de paz, en el que pasaba revista a todos los sucesos de su vida, que pasaban ante él como en una obra de teatro, de la cual él era un simple espectador, que observaba los acontecimientos pero que no se veía involucrado por ellos.
Se vio de niño, jugando y estudiando escrituras, y vio a Juan, el que más adelante fue llamado el Bautista; se vio abandonando su casa, de noche, para embarcarse en una aventura de búsqueda y aprendizaje espiritual que le llevaría a las tierras del este y a las montañas más altas del mundo; vio a sus maestros y a sus amigos, volvió a contemplar los lugares sagrados en los que estuvo; vio a María, su madre, y sobre todo, vio a María la Magdalena, su compañera, a la vez su mejor discípula y su gran maestra.
Se sentía profundamente en paz. Había alcanzado la comprensión de lo Uno, del Dios que está en todo pues lo es todo; había alcanzado la unión mística en sí mismo, y en unión a una mujer que le llevó a trascender lo carnal, el sexo animal, llevándolo a experimentar el andrógino primigenio, más allá de cualquier separación hombre-mujer, masculino-femenino.
Progresivamente, Jesús se sumergía en un estado de silencio, de paz, de unión absoluta…, sin tiempo, sin espacio.
Se veía a sí mismo cayendo en una especie de sueño profundo sin ensoñaciones. ¿Era eso la muerte?
Se entregaba por completo, sin aferrarse a nada, soltando todos los lazos, espirando hasta el último aliento…
Llegada de su madre y de la Magdalena
Apenas llevaba dos horas clavado en su cruz cuando llegaron, apresuradas desde Galilea, y con un séquito de acompañantes, la Magdalena, María la madre de Jesús, y un grupo de mujeres y hombres de entre sus seguidores y de entre los servidores de la Magdalena.
Al verlos llegar, y temerosos del poder de la extranjera, los sacerdotes optaron por dejar la escena, no fueran a ser objeto de represalias por su acción.
María lloraba desconsolada a los pies de la cruz, de la cual los soldados romanos trataban de separarla sin miramientos.
La Magdalena la acogió entre sus brazos, consolándola, sintiendo en sí misma el dolor que soportaba su amado a tan pocos metros, pero enseguida fue consciente también del estado de trance en el que se encontraba.
Dejó a María al cuidado de dos de sus sirvientes, y junto a José de Arimatea, cabalgaron rápidamente para ir a ver a Pilatos. Al ser víspera de sábado, según la Ley, debían cesar todas las actividades, y los reos debían ser descolgados. Era costumbre que, antes de bajarlos de la cruz, se cerciorasen de que estaban muertos, y si no era el caso, les quebraban las piernas para así acelerar la muerte. José y Magdalena dijeron a Pilatos que Jesús ya había muerto, y le pidieron permiso para bajarle de la cruz y darle sepultura en una propiedad del propio José. Pilatos los conocía bien, y accedió a sus peticiones, indicando a dos de sus soldados que les acompañasen y comprobasen que Jesús estaba efectivamente muerto.
Al llegar a los crucificados, viendo que se acercaba la noche, los soldados se dispusieron a romperles las piernas, y así lo hicieron con los dos bandidos; mientras éstos agonizaban, José de Arimatea habló con los soldados diciendo:
- ¡Dejadle a él! ¿No veis que ya ha muerto?
Uno de los soldados clavó la punta de su lanza en el costado de Jesús, y viendo que no se producía reacción alguna, aceptó el dinero que José le ofrecía y les dejó que lo bajaran.
La Magdalena observó que de la herida manaba sangre y agua, y supo que su amado no había muerto. Aún estaban a tiempo…
Rescate del cuerpo
Untaron las heridas de Jesús con unos ungüentos que trajo Nicodemo, y tras envolverlo en un sudario que había comprado José, lo llevaron a una sepultura excavada en la roca, en la propiedad de José, en el interior de la cual, la Magdalena quemó algunas plantas y dio otros cuidados al cuerpo de Jesús. Salieron y cerraron la entrada con una gran losa de forma que nadie pudiese entrar y que los vapores siguiesen surtiendo efecto.
La Magdalena fue a encontrarse con María para asegurarle que su hijo se pondría bien y que se encontraba en un lugar seguro.
Más tarde, pasada la media noche, a salvo de cualquier mirada, volvieron al sepulcro y trasladaron a Jesús a una de las casas de José, dejando la entrada del sepulcro bien sellada con una gran roca.
Allí estaban José de Arimatea, Nicodemo, la Magdalena, y dos hombres de la comunidad esenia. Siguieron tratando a Jesús, y para no correr riesgos, decidieron sacarle antes del amanecer hacia la comunidad del Mar Muerto, donde podría permanecer en secreto y a salvo para continuar con su recuperación.
El sábado, al llegar a sus oídos que Pilatos había permitido a José de Arimatea llevarse el cuerpo de Jesús, los sacerdotes fueron a reunirse con el prefecto, quien les concedió que fuesen el domingo al amanecer con un par de guardias romanos a comprobar el sepulcro.
Al llegar allí con las primeras luces del día del domingo, los guardias apartaron la pesada roca que sellaba el sepulcro, y ante su sorpresa, sólo encontraron en él los lienzos y el sudario que habían cubierto el cuerpo de Jesús.
En esto, llegó también María Magdalena con sus acompañantes, entre los que estaban María la madre de Jesús y algunos discípulos, y al ver a los sacerdotes mirando desconcertados el sepulcro vacío, dijo en alta voz:
- He aquí que el Maestro ha resucitado de entre los muertos. Vosotros que le crucificasteis sufriréis ahora la cólera del Padre. Jamás el pueblo os perdonará lo que habéis hecho. ¡Salid de aquí, como ratas que sois!
Y asustados por la fiereza de las palabras de la Magdalena, temerosos ante la posibilidad de ser ajusticiados allí mismo por sus acompañantes, superiores en número, y algunos bien armados, corrieron, implorando por sus vidas, y fueron a poner tales hechos en conocimiento de Pilatos.
Éste último, cansado ya de la insistencia de los sacerdotes, supuso que José de Arimatea había decidido cambiar el cuerpo de Jesús de sepultura, burlando así a los sacerdotes, y no quiso dar mayor importancia a la cuestión.
Mientras tanto, ante el sepulcro vacío, los discípulos que allí se encontraban se preguntaban por el paradero de su Señor, y si este había muerto o era cierto que había resucitado de entre los muertos. La Magdalena no quiso darles ninguna explicación, dando prioridad a mantener en secreto su localización y estado.
Sólo a María le dijo dónde se encontraba su hijo y la acompañó hasta allí para que permaneciese a su lado.
La experiencia del Ser
Silencio.
Profundo silencio.
Ni oscuridad ni luz. Una absoluta Nada, que sin embargo, a la vez, lo era Todo.
Se encontraba en el estado de Ser.
Su identidad como Jesús se había desvanecido.
Todos los acontecimientos de lo que había llamado “su vida”, aparecían ahora como una especie de juego, una ilusión, un sueño del que se había despertado.
Ahora entendía. Ahora sabía.
- Esto es el Padre-Madre. ¡Claro!
Se decía.
El conocimiento absoluto venía acompañado de una dicha igual de absoluta.
Y recordó momentos en los que estuvo muy cerca de este conocimiento, tanto que realmente había creído que lo había alcanzado.
Ahora sí. Esto sí era… ES.
Ahora entendía claramente cuando le habían dicho “Hasta que no mueras en vida, no lo alcanzarás”, o “Es necesario morir para nacer de nuevo”… ¡Claro! La vida que creía vivir era puro sueño. Esto que experimentaba era el Despertar, el estar Despierto, el Ser Despierto…
Sin límites. Abarcándolo todo, siendo todo… Un Todo que a la vez era Nada.
Porque ya no existía el espacio. Ni el tiempo.
Sólo absoluta Consciencia en un eterno sin tiempo, aquí y ahora…
Desde aquel momento en el que lo soltó todo completamente, cuando dejó de aferrarse a cualquier cosa, a lo que consideraba “su” vida, a “su” cuerpo, cuando realmente se entregó sin condiciones, a través de aquella última espiración, entonces, en ese preciso instante, “cayó” o “entró” en esa maravilla. Al permitir perderse, al abandonar toda sujeción, fue cuando al fin se encontró.
Jesús estaba con lo que había llamado Padre, o Madre, o Divinidad. Jesús estaba en Eso; era Eso…
Una paz indescriptible le impregnaba. Y le seguía impregnando cuando, muy poco a poco, empezó a sentirse de nuevo en un cuerpo.
Sabía que tenía heridas profundas, pero no sentía ningún dolor.
La luz se fue haciendo más presente.
Quiso abrir los ojos, pero no pudo. El esfuerzo necesario para separar sus párpados parecía estar fuera de su alcance. Y volvía a sumergirse en la profunda Paz del Silencio absoluto, en el Ser…
Más tarde, aunque para él era siempre Ese momento, sintió un leve contacto sobre su antebrazo: una cálida mano llena de amor.
Consiguió entreabrir los ojos, y allí estaba, mirándole con ternura, envuelta en una luz amorosa, la querida figura de su madre, frágil, pequeña, y a la vez grandiosa en amor y bondad.
Quiso moverse, o decir algo, pero su cuerpo aún no respondía; se encontraba muy débil. Y de nuevo se dejó ir, soltándose, abandonándose con tranquilidad en el encuentro con la Esencia…